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En noviembre de 2019, la élite tradicional boliviana protagonizó uno de esos movimientos sediciosos que hasta entonces habían estado reservados a los trabajadores y los sectores populares. Este artículo describe esta revuelta y, a través de ella, a la élite, así como su relación con los indígenas del país.

«Una victoria épica»

La fisonomía de las protestas contra la reelección de Evo Morales en 2019 fue muy distinta de la de las manifestaciones «normales» en Bolivia. Uno de los jóvenes que participó en ellas le dijo a una periodista: «Elegir el presidente de tu país no [debe ser] como escoger equipo en Nintendo». Aunque muchos de los manifestantes, especialmente en los momentos más duros, fueron los estudiantes de las universidades públicas, columnas de muchachos de la Universidad Católica Boliviana y otras instituciones privadas estuvieron en el centro de los acontecimientos. Estudiar en esa universidad cuesta alrededor de 500 dólares al mes, dos salarios mínimos. Por otra parte, en ciertas ciudades y etapas de la movilización, familias enteras, desde las abuelitas hasta los niños de kínder, acudieron a bloquear las calles «por la democracia». Las crónicas periodísticas estaban llenas de fotos de familias y de «bloqueos excéntricos». Señoras que trasladaban sillas y hasta sillones al medio de una calle y se sentaban en ellos para impedir el paso de los vehículos. Un vecino que con su violín amenizaba el estar de plantón. Otros que preparaban refrigerios. Si a veces los manifestantes plebeyos echan escombros sobre las pistas, estos los reemplazaron por artefactos eléctricos defectuosos, o tendieron cordeles (en boliviano, «pitas») de un poste a otro para detener a los vehículos, compensando así su falta de fuerza de masas

De esta ocurrencia surgió el nombre del movimiento. Morales se burló de quienes bloqueaban «con pititas» y ofreció darles un seminario de capacitación en métodos de protesta. Claramente, los subestimaba. Y es que, por una vez, los que estaban en las calles no tenían las manos encallecidas, lastimadas por el trabajo físico. Algo que en Bolivia significa, según el escritor Carlos Macusaya, «no ser indio». Las fotografías de las manifestaciones muestran —no siempre, pero sí mayormente— fenotipos y pigmentos cutáneos asociados a la élite boliviana tradicional. También tuvieron un papel muy activo sus miembros emigrados al extranjero, que en todas las grandes ciudades del mundo denunciaban la «dictadura». Jóvenes, también esta vez, «de manos suaves y cuidadas», es decir, que cumplían labores de tipo académico o burocrático y no trabajaban en la construcción ni en los telares, como los emigrados bolivianos comunes.

Muchas personalidades del país se sumaron a las protestas. Jugadores y entrenadores de fútbol, una boxeadora a la que Morales había premiado años antes, que grabó un video para decirle al presidente indígena que se metiera su medalla por donde mejor le cupiera. Gerentes de empresas y banqueros. Muchísimas «amas de casa» acomodadas. También participaron escritores famosos, algunos de los cuales publicaron después libros y artículos sobre su experiencia; periodistas, directores de medios de comunicación, profesores universitarios; cantantes, actores, en fin, los personajes que suelen animar la esfera pública. Coincidentemente, el discurso sobre los hechos fue (y sigue siendo) mayoritariamente contrario al gobierno. Lleno de impotencia, el vicepresidente Álvaro García Linera despotricaba contra estos adversarios que iban a las manifestaciones «en enormes camionetas» y que se equipaban con bates, un instrumento que en Bolivia solo se usa en los círculos encumbrados. 

«La primera gran impresión que me llevé», dice el académico Rafael Loayza, «fue que quienes estaban en posición de bloquear y marchar no eran iguales (ni parecidos) a quienes históricamente habían realizado estas medidas de presión en Bolivia: los movimientos indígenas periurbanos». Mientras estos últimos estaban dados a la tarea conservadora de contener la movilización y defender al gobierno, «quienes alentaban esta vez la revuelta popular eran los más conspicuos representantes del bienestar social en Bolivia, los castellanohablantes de ascendiente español, blancones y bien vestidos».

Con esas características, ¿podrían tener éxito en una labor tan dura como sostener la paralización de las principales ciudades por mucho tiempo? Morales, ya lo hemos visto, apostaba a que no. Estuvieron 21 días en las calles. Trabaron el funcionamiento de las ciudades. Al final, a su presión constante y efectiva se sumó un motín de la policía y Morales, viendo que las Fuerzas Armadas comenzaban a dejar de responderle, decidió renunciar, tras 14 años en el poder. Había sido el presidente más fuerte y de más larga duración de toda la historia del país. De modo que su caída fue pintada por la élite tradicional con tonos épicos. 

Ulteriormente serían publicados varios libros de crónica y defensa del movimiento social que estalló tras las acusaciones de fraude de las elecciones de octubre de 2019. El más importante de ellos se llama 21 días de resistencia. La caída de Evo Morales y fue escrito por Robert Brockmann, un reconocido historiador que se considera a sí mismo «pitita». «Las pititas, una colectividad nacional tan enorme como diversa y dispersa, son, somos, poseedores de una genuina victoria política en las calles, producto de una movilización espontánea, resultado de un ideal colectivo de democracia que estaba siendo violada y secuestrada… Las pititas logramos, aunque hubiera mediado la diosa Fortuna, lo que los venezolanos o los sirios no han logrado ni con enorme sacrificio de vidas humanas», escribió Brockmann en un artículo titulado «Yo, pitita».

En otro de estos libros, Pedro Rivero, director de El Deber, el principal diario boliviano, consideraba lo sucedido una «epopeya» que «en tres semanas alcanzó lo que parecía imposible de lograr». Y, haciendo un pronóstico discutible, anticipaba que la gesta recibiría una «evocación orgullosa de las generaciones venideras». 

Los activistas que participaron en el «movimiento pitita» hicieron esfuerzos para refutar la caracterización de elitismo que se les endilgaba. Antes de tener su nombre de honor, el movimiento comenzó con pequeñas protestas en los momentos previos al referendo organizado por Morales en 2016 para intentar levantar la prohibición constitucional de una tercera reelección. «En ese momento nos llamaban los «cuatro gatos»», recuerda Claudia Bravo, una activista y política comprometida desde entonces en la lucha contra la reelección. El movimiento se volvió mucho más amplio —pero sin involucrar aún a la «gente común»— cuando Morales pasó por alto los resultados de este referendo y se habilitó por medio de una consulta al Tribunal Constitucional. Y se tornó masivo después de que Carlos Mesa, quien creía haber obtenido votos suficientes para obligar a Morales a ir a una segunda vuelta, denunció la realización de un «fraude monumental» con el fin de declarar al entonces presidente ganador directo de las elecciones de 2019.

«Había una heterogeneidad; había mucha clase media, gente de zonas muy acomodadas, pero también universitarios, campesinos, etc. Hicimos los bloqueos compartiendo esquinas con señoras de los mercados, con estudiantes; fue una lucha conjunta y por eso se logró que el MAS (el Movimiento Al Socialismo de Morales) caiga; fue un movimiento ciudadano», asegura Bravo. La activista destaca la participación de los jóvenes y las mujeres, que estuvieron en la primera línea de los enfrentamientos callejeros y fueron los más activos críticos del MAS en las redes sociales. «Fue un movimiento generacional. La nueva generación superó a sus padres que estuvieron 14 años [durante el gobierno de Evo Morales] en sus casas y sin hacer nada. Por eso ser «pitita» era ser una especie de superhéroe», señala Bravo. 

Aunque en su mejor momento los «pititas» incluyeron a muchos sectores populares descontentos con Morales, sobre todo se trató de un movimiento de clases medias, tanto de la clase media que en Bolivia lleva el nombre de «tradicional» y está compuesta por personas que perciben ingresos de entre 10 y 50 dólares diarios, como de las capas superiores de la clase media «vulnerable», cuyos miembros perciben entre 7 y 10 dólares diarios. Es importante tomar en cuenta que la clase media tradicional es la clase superior efectiva en Bolivia, ya que solo 250.000 personas, de los 11 millones de que viven en el país, reciben ingresos por encima de los 50 dólares. Aún más importante es considerar que ambos segmentos no se consideran a sí mismos indígenas.

El 9 de noviembre, un día antes de ser derrocado, el presidente Morales hizo una declaración (cuyo contenido no viene al caso) desde el hangar presidencial, situado en el aeropuerto militar de El Alto, la ciudad que siempre lo había respaldado. Escogió este lugar porque no se sentía seguro ni en la Casa Grande del Pueblo, el palacio que se mandó a construir, ni en la residencia presidencial, situados en La Paz, una de las ciudades que protestaban contra él. La Policía, en rebelión, acababa de suspender la custodia de los edificios públicos. 

¿Qué diferencia a El Alto de La Paz, ciudades que colindan y en principio deberían ser una sola? Su composición social. El Alto es una ciudad fuertemente aimara, incluso en sus clases medias, que son minoritarias en la urbe. En La Paz, en cambio, las clases medias constituyen la mayoría de la población. 

Un estudio de Rafael Loayza encontró que en el barrio más «profundo» de El Alto el 90% de los habitantes se identificaba como aimaras. Al mismo tiempo, en ciertos puntos de la zona sur de La Paz, el 90% consideraba que no tenían etnia alguna. La correspondencia entre estas identidades y el voto a favor o en contra de Morales era, según el estudio, casi completa. «Los «ningunos» (es decir, los bolivianos que no pertenecen a ninguna etnia originaria, son castellano-ablantes y viven una vida urbana moderna), que antes de Evo no tenían una clara identidad étnica, comenzaron a adquirirla a partir del discurso de este, que no solo no los incluía, sino que los acusaba de ser racistas, haber explotado a los indígenas por 500 años y haberse robado el dinero del país. Los «ningunos» se sintieron segregados. Sintieron que su fenotipo valía menos», explica Loayza. En opinión de este experto, esta sensación explica la fuerza, la radicalidad y la persistencia de la movilización de unas clases que los sociólogos siempre habían considerado «volubles e indecisas». «Lo que hemos visto fue un enorme movimiento de reivindicación, en el que los «ninguno» reclamaron un espacio en el país, un espacio que sintieron, con razón o sin ella, que el MAS les había quitado», concluye Loayza.

Querían volver a ocupar el espacio político dominante que poseían en el pasado, pero del que habían sido echados porque el gobierno ya no reconocía la educación elitista como el pasaporte para ingresar en él. Varios estudios estadísticos han comprobado que la élite tradicional cuenta con una mayor educación e invierte más en la educación de sus descendientes. Una estratificación de la población boliviana por ingresos identificaba que en 2016 el «estrato medio estable» —que sería la categoría de este estudio que podemos considerar como la clase media tradicional— tenía 11 años de educación promedio, dos más que el «estrato medio vulnerable» y cuatro más que el «estrato bajo». Esto implica que sus miembros provenían de familias que: a) ya tenían —al menos— ingresos medios, lo que les permitía costear la educación de sus hijos y b) consideraban que la educación de estos era prioritaria, lo que también indicaba la presencia de padres educados o, al menos, mejor educados que otros que, teniendo cierto pasar, preferían incorporar rápidamente a sus descendientes al mercado laboral. Otros estudios muestran, complementariamente, que los indígenas tienen menos educación y un menor peso económico que los «no indígenas».

La desigualdad en la posesión de los factores productivos, tierra, dinero, recursos naturales, educación, se originó históricamente en la distribución de estos factores entre los distintos estamentos de la sociedad colonial, que concedió la mejor parte de los mismos a los descendientes de españoles. Desde entonces, y pese a los diversos procesos de democratización de la riqueza que se han producido a lo largo de la historia nacional, la desigualdad «estamental» se ha reproducido a lo largo del tiempo. Hoy en día, la mayor parte del capital, la parte más rica de la tierra y toda la educación de calidad se hallan en manos del «estamento» blanco. Este goza de un virtual monopolio de todos los puestos de la economía que requieren un alto nivel de conocimientos, con la sola excepción de los puestos estatales. Los principales médicos, abogados, administradores, ingenieros, pilotos y otros profesionales de alto estándar pertenecen a este estatus. También la totalidad de las personas con puestos ejecutivos en las grandes empresas. Y dado que estas grandes empresas, si bien solo emplean al 20% de la fuerza de trabajo, en cambio generan el 80% del PIB, se puede decir que, por mediación de los gerentes de estas compañías, la mayor parte de la riqueza nacional se halla en manos de blancos.

La élite tradicional domina en casi todos los órdenes sociales: la suya es una superioridad histórica. Su identidad es sinónimo de modernidad; la cultura nacional se considera un legado hispano y una creación castellanoparlante

Desde esa increíble posición de poder, la élite tradicional domina en casi todos los órdenes sociales: la suya es una superioridad histórica. Su identidad es sinónimo de modernidad; la cultura nacional se considera, principalmente, un legado hispano y una creación castellanoparlante; ha logrado que el «buen gusto» estético e intelectual no sea más que su gusto interiorizado por la sociedad como el único valioso; ha impuesto ciertos hábitos y ceremonias sociales como la ritualidad deseable y aceptable del conjunto de los bolivianos (por ejemplo la sobrestimación y hasta la fetichización de la educación formal, el eurocentrismo estético y libidinal, etc.); ha dado mayor valor a ciertas maneras de comer y de beber alcohol, de bailar, de vestir y peinarse, de celebrar, enamorar, hablar, valorar los olores, etcétera.

Igualmente, la élite tradicional batalla por transformar sus intereses políticos en «intereses universales». Los manifestantes contra Morales se consideraban a sí mismos «bolivianos» y seres despojados de restricciones étnico-raciales; como ya hemos dicho, «no indígenas». Por eso su bandera era la nacional y se oponía a la wiphala indígena. 

Su propuesta de organización del Estado es meritocrática. Si Aristóteles recomendaba el gobierno de los mejores ciudadanos, la élite boliviana quiere el gobierno de los ciudadanos mejor educados. En vísperas de la crisis, uno de los intelectuales más llamativos del país, Diego Ayo, convocó a un «gobierno de los inteligentes» en contra de los «clanes familiares» del gobierno de Evo, «que no tienen mérito alguno».   

Sin duda, la falta de «meritocracia» y de «gobierno de los inteligentes» fue otro de los detonadores de esta curiosa revuelta de los de arriba.

La resaca del día después

En los barrios más acomodados de La Paz, la oposición a Evo Morales fue casi unánime. Las campanas de las iglesias llamaban a las concentraciones y marchas; cada noche, a las 21:00, hora elegida en alusión al 21F, el día en el que Morales perdió el referendo de la reelección, las calles se llenaban con el ruido del «cacerolazo» diario. El momento en que el alto mando militar «sugirió» la renuncia del presidente, el 10 de noviembre, cientos de automovilistas del sur de La Paz hicieron sonar sus bocinas en señal de júbilo. Cuando Evo finalmente renunció, horas después, la alegría se desbordó. Miles de familias se volcaron al Paseo del Prado paceño, el espacio urbano en que se exteriorizan los festejos deportivos. Según escribió con euforia el multipremiado periodista Roberto Navia, los sentimientos de ese momento eran comparables con los de principios de 1994, cuando enormes multitudes celebraron la clasificación de Bolivia al mundial. La gente paseaba envuelta en banderas bolivianas, las bocinas atronaban, los brindis —incluso con champán, según registró la prensa— se sucedían a veces entre desconocidos.

Pero la algarabía duró poco. Corrió el rumor de que una muchedumbre bajaría de El Alto a La Paz a tomar el Palacio de Gobierno; la amenaza bastó para que la fiesta acabará tan abruptamente como había comenzado y se cerraran todos los comercios, bancos y mercados de esta ciudad. Al anochecer comenzó el pánico. Las familias de clase media se encerraban en sus casas y, pegadas a la televisión, observaban asustadas los acontecimientos. «El león despertó», decían en las redes los simpatizantes del MAS en relación a las multitudes que protestaban con furia incontenible por la renuncia de Evo, y lo hacían de la peor manera: intentando vengarse de la Policía, acusada por Morales de complicidad en su caída debido a su amotinamiento. Al grito de «Ahora sí, guerra civil», miles de jóvenes de El Alto atacaron estaciones policiales, patrullas y a algunos policías, que salieron huyendo. Los domicilios de Waldo Albarracín, rector de la universidad pública y uno de los dirigentes de las protestas, y de Casimira Lema, una conocida periodista de televisión, ardieron. Además, fueron quemadas decenas de buses municipales y una fábrica. 

Esa noche y las dos que le siguieron, muchos paceños y alteños se mantuvieron en vigilia en las calles, en apronte para enfrentar físicamente la amenaza indígena. Para ello, reunieron armas de fuego e instrumentos contundentes, crearon brigadas y organizaron sistemas de comunicación y maniobra de tipo paramilitar. También construyeron barricadas y otras obras de ingeniería defensiva. Hicieron vivacs y patrullajes. Se sabe incluso de un condominio cuyos habitantes, locos de terror, se aprovisionaron de agua hervida mezclada con ají para escaldar a las «hordas» en el momento en que estas realizaran su imaginario asalto.

El 11 de noviembre, La Paz fue rodeada desde el sur por numerosas columnas de campesinos que iniciaron el «cerco» de la ciudad. Cientos de comunarios rodearon algunos de los barrios residenciales de esta zona de la urbe y, exhibiendo palos y haciendo explotar dinamitas, asustaron hasta la desesperación a sus habitantes, que clamaban en vano por la llegada de policías. Estos no podían acudir porque seguían desorganizados por su insubordinación de los días anteriores. 

En uno de esos barrios fronterizos con el campo vivía el candidato Carlos Mesa, que ese día publicó un tuit pidiendo que la Policía evitara que su casa fuera atacada, mientras sus vecinos la protegían con los mismos métodos que ya hemos descrito.

La wiphala, la bandera indígena que Morales había convertido en la segunda del país, había sufrido represalias de los manifestantes antievistas, que la consideraban únicamente una bandera del MAS. Al mismo tiempo, ellos se habían embanderado con los colores nacionales como nunca antes se viera en un conflicto social. Cuando finalmente triunfaron, su festejo incluyó en algunos casos la quema de whipalas. Por otra parte, los manifestantes pro-MAS enarbolaban exclusivamente la enseña indígena y la oponían a la bandera nacional izada por los pititas. Los comerciantes y vecinos que no querían ser víctimas de su ira también levantaban esta insignia como símbolo de paz.  «Bolivia vive una especie de «guerra civil de baja intensidad» y, como es de uso, cada facción lleva su propia bandera», me dijo en ese momento el historiador Pablo Stefanoni. 

En las redes, los asustados vecinos se desahogaban calificando a los manifestantes agresivos con toda clase de epítetos despreciativos y racistas; al mismo tiempo, hacían circular instrucciones para organizarse y «cadenas de oración». Por su parte, la gente en la calle no dejaba de amenazar de muerte a Mesa y a Luis Fernando Camacho, el presidente del Comité Cívico pro Santa Cruz y líder de las protestas contra Evo. 

No era la primera vez que los criollos paceños se sentían atrapados por un «cerco» indígena. El antecedente más cercano había sido «octubre negro» de 2003, la insurrección que volteó al presidente neoliberal Gonzalo Sánchez de Lozada, dando inicio la ciclo evista. Tanto en 2003 como en 2019, las reuniones de los barrios acomodados adoptaban la forma de mítines, en los cuales destacaban los vecinos con cierta formación militar y más abiertamente racistas. Reinaba un general nerviosismo, tirando a paranoia, atizado por rumores, fake news e incluso titulares de una prensa manejada por asustados periodistas.

En el libro que ya hemos citado, Robert Brockmann reflexiona lo siguiente: «Aquellos que, desde el extranjero, juzgaron con una ceja levantada los aplausos con que fueron recibidos los militares [que salieron a las calles] la noche siguiente, una eternidad después, no han vivido el miedo. No saben lo que es el miedo. «No le temas al hombre» dijo una vez Nietzsche, «témele a la masa». Tal cual.»

El miedo al acorralamiento y la matanza de blancos a manos de indios alzados pervive en la élite tradicional boliviana. es «recordado» de los momentos del pasado que lo produjeron en sus ancestros

El miedo al acorralamiento y la matanza de blancos a manos de indios alzados pervive en la élite tradicional boliviana. Es «recordado» de los momentos del pasado que lo produjeron en sus ancestros. Con un poco de imaginación, este ejercicio puede remontarse hasta el cerco a La Paz por Túpac Katari. En mi casa, mis abuelos todavía hablaban en la sobremesa de la ocasión en la que los montoneras de Pablo Zárate Willka «se comieron» a los «chicos decentes» de dos batallones involucrados en la Guerra Federal de 1899. Mis abuelos no habían vivido este episodio, pero él estaba, por así decirlo, en su «memoria política». De una manera menos amable, otro de mis abuelos recordaba con rabia la violencia que produjo la reforma agraria de 1953 en contra de los propietarios blancos de tierra (la reforma agraria no solo expropió a hacendados en beneficio de colonos, sino, al mismo tiempo, a blancos en favor de indígenas, produciendo en los exterratenientes y sus hijos un resentimiento étnico-racial que se expresaría luego de múltiples maneras).

¿Era este miedo recordado solamente una evocación imaginaria o se correspondía con algo real? En algunos puntos específicos de la ciudad y para algunos personajes —por ejemplo, los políticos opositores— existió cierto peligro real, principalmente por la ausencia de la policía en las calles. Pero este se multiplicó por mil o por un millón en la imaginación de los grupos elitistas en estado de emergencia. Las personas que sufren este «terror de clase» padecen lo indecible por los espectros creados por su «memoria larga». Algunas viven tan mal el trance que ulteriormente condenan a Bolivia como un «Estado fallido» y tratan de abandonar el país en la primera oportunidad.  

Por otra parte, a lo largo de la historia, las masacres campesinas han tenido un fuerte apoyo social: el de los blancos que se percibieron a sí mismos en peligro inminente de muerte o bancarrota. Y esta vez no fue la excepción. Quienes aplaudieron a los militares porque por fin aseguraban la presencia del Estado en las calles, en el relato de Robert Brockmann, lo hicieron entonces y también más tarde, durante las masacres indígenas que ocurrieron pocos días después.  

El 15 de noviembre, en Sacaba, una población cercana a Cochabamba, una columna de cocaleros que intentaba llegar a esta última ciudad fue detenida por fuerzas combinadas de la policía y el ejército. Murieron nueve campesinos y decenas fueron heridos de bala. El 19 de noviembre, las fuerzas conjuntas rompieron temporalmente el bloqueo de la planta de acopio de gas y gasolina de Senkata, situada en El Alto, a fin de llevar camiones cisterna con gasolina a la ciudad colindante, La Paz, que carecía de combustible. Diez de ellos murieron por disparos de armas de fuego. En respuesta, los manifestantes derribaron el muro exterior de la planta. Las autoridades del gobierno los acusaron de intentar destruir y volar las instalaciones. Según la presidenta interina que reemplazó a Morales, Jeanine Añez, «se puso en riesgo… la vida de más de 250.000 alteños. La tragedia habría alcanzado dimensiones devastadoras».

En agosto de 2021, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (GIEI-Bolivia) «no encontró pruebas de que los manifestantes [en Sacaba] hicieran uso de armas de fuego o que amenazaran la vida de otros manifestantes, de los efectivos de la policía o de las Fuerzas Armadas presentes. No hubo informes de lesiones graves a ningún miembro de las fuerzas del orden». Y, sobre Senkata, el Grupo señaló que «las estructuras sensibles de la planta no fueron amenazadas por los actos vandálicos ni por las protestas. En la única ocurrencia de alguna gravedad, acaecida en el extremo sur de la planta —en el área de manejo de válvulas para reducción de la presión del sistema de distribución de gas natural— el uso proporcionado de la fuerza se ha comprobado como suficiente para prevenir riesgos o daños concretos a los servicios». Por tanto, concluyó, «ocurrió una masacre en Senkata… Aunque las Fuerzas Armadas y la Policía no hayan admitido el uso de armas letales, las evidencias recabadas indican que los disparos con armas de fuego se originaron en sus tropas». 

 Si no hubiera mediado el GIEI-Bolivia, se seguiría negando la existencia de estas masacres. En realidad, se lo sigue haciendo, aunque de manera lateral. Los principales medios de comunicación hablaron en 2019 de «fuego cruzado», «choques armados» y «ataques terroristas» y cuando publicaron el informe del GIEI-Bolivia, en 2021, no reconocieron que habían tapado los hechos con un discurso invisibilizador. La revuelta de las élites debía ser recordada como una «epopeya» contra un tirano y una dictadura, no como un momento de continuidad de una larga guerra contra el pueblo.

El fracaso de la rebelión. ¿Final?

El 10 de noviembre de 2019, día de la renuncia de Evo Morales a la presidencia, comenzó un cambio sociopolítico extra-electoral en Bolivia. Ciertos sectores de la sociedad se posicionaron activamente a favor de un conjunto de causas y transformaciones. El gobierno de Jeanine Añez adoptó muchas medidas que representaban y procuraban complacer a estos sectores. 

La bandera principal de este movimiento fue el veto a la reelección de Evo Morales, pero el cambio al que aspiraba era mucho más amplio: a) detener el proceso de crecimiento del Estado en el que estaba obsesionado el gobierno de Morales y, en lo posible, revertirlo; b) darle a la gran banca privada y la agroindustria el papel principal en la recuperación de la crisis económica; c) reubicar al país en el terreno internacional, poniéndolo nuevamente entre los aliados de Estados Unidos; d) crear una burocracia «meritocrática» que se deshiciera de los funcionarios plebeyos («masistas»), y e) sustituir el sistema normativo y simbólico asociado al «Estado Plurinacional de Bolivia» por el sistema normativo y simbólico asociado a la «república de Bolivia».

En las elecciones del 18 de octubre de 2020, el 55% de la población votó por Luis Arce del MAS y le dijo «no» a este cambio extra-electoral en curso que era impulsado por estos sectores sociales y representado por Añez, Carlos Mesa y Luis Fernando Camacho (la diferencia entre estos tres candidatos frente al cambio descrito era solo de forma y grado). 

¿Por qué la mayoría rechazó el cambio? Las encuestas informaban de que los valores predominantes de la población boliviana no habían dejado de ser, después de la caída de Morales, los valores nacionalistas e izquierdistas de siempre. Históricamente hablando, estos valores solo fueron minoritarios en los pocos años de auge del neoliberalismo, a comienzos de los 90. Pero en el periodo 2019-2020, la antinomia Estado/mercado, que explicaba gran parte del éxito de Morales en el pasado, no desempeñó el papel principal. Lo cedió a la antinomia Estado indígena versus Estado no indígena y desindigenizado. 

Esta nueva dicotomía se debió a la actitud y a las prioridades que tuvieron los sectores sociales comprometidos con el derribo de Morales y la «transición». Recordemos que la élite tradicional había vivido la llegada y la permanencia de Evo Morales en el poder como una tragedia. Aquí la clave está en la virulencia de su sentimiento. Por supuesto, el comportamiento de Morales y su partido habían dejado mucho que desear en cuanto a derechos y equilibrios democráticos, había sido autoritario, prepotente y abusivo, pero, más allá de toda objetividad, las clases sociales de las que estamos hablando habían vivido esto de forma muy intensa, a ratos incluso histérica. Si sus columnistas dicen que este periodo fue una «tiranía», una «noche de 14 años», un «cáncer», etcétera, es porque realmente sienten eso. Hay un paralelismo entre los mecanismos psicológicos que operan en estas clases y los que actuaron en la mentalidad de la burguesía chilena en contra de Salvador Allende. 

la élite tradicional había vivido la llegada y la permanencia de evo morales en el poder como una tragedia. aquí la clave está en la virulencia de su sentimiento

Lo normal es que un odio político de esta agudeza se origine en el miedo, aunque, a diferencia del caso chileno, en Bolivia no es tanto miedo a la expropiación, ya que el MAS es un partido de propietarios, como al «malón», es decir, al levantamiento indígena. Por eso, como hemos visto, los ataques de indígenas simpatizantes del MAS en contra de la casa de una periodista y del rector de la Universidad de La Paz, así como la destrucción de propiedad municipal y policial el 11 de noviembre, en un momento de vacío de poder, constituyeron un verdadero hiato en la politización y radicalización que vivía la élite desde 2016. El recuerdo del «cerco indígena», el terror a ser atacado por «hordas» —que es mucho más vivo en quienes tienen prejuicios racistas— dio inicio, a partir de ese momento, a un periodo mucho más agudamente anti-masista que el previo. Sin posibilidad de represalias legales, el racismo se desató en los entresijos de la cotidianeidad e incluso en la esfera pública.  

Aunque este ánimo fue menguando conforme el tiempo pasaba, se mantuvo como la pasión política fundamental. Ella modeló la conducta de los actores políticos, inclusive la del MAS, que al principio prácticamente tuvo que entrar en la clandestinidad. Mientras más implacable y despectivo con el MAS era el gobierno interino, más aplausos recibía. En este contexto, Añez mantuvo la actitud que ya había mostrado como senadora opositora: dio carta blanca a sus ministros de seguridad Arturo Murillo y Fernando López,  llamó «salvajes» a quienes apoyaron a Morales, declaró «infundado» el principal juicio por racismo de la historia del país, dijo que la «república» había vuelto y se quedaría para siempre. Los líderes políticos de centro no se atrevieron a contradecir esta corriente de opinión, de cuyo cortejo parecía depender su futuro. Camacho incluso procuró extremarla aún más.

Como es lógico, los sectores subalternos tomaron debida nota de todo esto…

La rebelión de la élite fracasó, pero tuvo efectos. Hoy ni la élite ni el MAS son lo que solían ser. La crisis política ha traumatizado a todos los bolivianos. Y, a través de este trauma, tiende a perpetuarse. Todavía no está claro si, en el futuro, se recordará la historia que hemos narrado como un hecho puntual o el inicio de una serie de catástrofes.

(La Paz, 1965). Periodista y escritor, usualmente sus ensayos tratan sobre asuntos bolivianos contemporáneos y de historia intelectual. En el campo sociológico ha dado a imprenta «Modos del privilegio. Alta burguesía y alta gerencia en la Bolivia contemporánea» (OXFAM/CIS, 2019) y «Racismo y poder en Bolivia» (OXFAM/FES, 2021). Escribe artículos sobre Bolivia en periódicos, revistas y sitios web nacionales e internacionales.

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Fernando Molina

(La Paz, 1965). Periodista y escritor, usualmente sus ensayos tratan sobre asuntos bolivianos contemporáneos y de historia intelectual. En el campo sociológico ha dado a imprenta «Modos del privilegio. Alta burguesía y alta gerencia en la Bolivia contemporánea» (OXFAM/CIS, 2019) y «Racismo y poder en Bolivia» (OXFAM/FES, 2021). Escribe artículos sobre Bolivia en periódicos, revistas y sitios web nacionales e internacionales.